Salgo de la ducha y me seco con cuidado. Me planto delante del espejo, girando mi cuerpo pero intentando dejar la cabeza en la misma posición. Los moratones de la espalda parecen que están mejorando. Me los acaricio con suavidad, recordando las pelotas de goma que los provocaron. Mientras miro el resto del cuerpo (los brazos ya no duelen tanto, pero siguen quedando marcas rojas, sobre todo en el derecho) una gota de sangre me cae por la mejilla. Cojo un papel y me lo aguanto en la brecha de la cabeza, que se acaba de abrir.
Y viendo el aspecto tan deplorable que tengo, me pregunto si vale la pena todo esto.
La lucha continua parece que no tiene consecuencias más allá de las heridas que quedan en nuestro bando. Nuestra piel se rompe, se vuelve morada y duele. Duele mucho. Las pancartas se rompen en mil pedazos delante de nuestras narices, y no podemos hacer nada para evitarlo. Con más deberes que derechos, nos alzamos cada día en busca de justicia, de igualdad y de compasión. Solo recibimos golpes e insultos.
No puedo más. Llevo tanto tiempo así que cada vez que veo un trozo de piel sin heridas me embarga la alegría. Y cada vez estoy menos alegre.
Sigo observando mi cuerpo desnudo y entre tanta sangre coagulada veo una mancha marrón en la pantorrilla, hacía tiempo que no la veía. Es mi mancha de nacimiento. Si la vida ya nos deja marcas sin que hagamos nada, ¿por qué hemos de avergonzarnos de las que nosotros consigamos por el camino? Cada cicatriz, cada moraton es una señal de esta lucha. Y seguiré luchando.
Guillermo Domínguez
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