Guille era un niño bastante tranquilo. Tenía el pelo negro, con un flequillo que dejaba entrever una pequeña cicatriz en su frente que se hizo cuando tenía 2 años. Le gustaba fingir que un señor Tenebroso se lo había hecho, pero el culpable no había sido otra cosa que el marco de una puerta. A esta fantasía se le unían las gafas, que le conferían el aspecto de un niño mago.
Era bajito y delgado, y siempre iba con un libro bajo el brazo. Le encantaba leer, aunque su hermano pequeño siempre le molestara y le obligara a irse a su habitación a hacerlo. También le gustaba escribir, tenía una libreta de cuadros que, en vez de usarla para las matemáticas como era el objetivo principal, formaba los límites de sus relatos. Escribía de todo, aunque siempre dejaba sus relatos a medias, porque se le ocurría una nueva idea que creía que era mejor que la anterior, y acabó formando un montón de mundos a medio hacer. A veces, cuando se siente nostálgico, los vuelve a leer, y se ríe de lo malos que son (aunque no le gusta reconocer que escribía mejor que ahora).
Una vez actuó en un corto que había escrito la madre de una amiga suya, y se dio cuenta de que le gustaba actuar. Al año siguiente, ya en el instituto, formó parte del grupo de teatro, donde se encontró con una chica llamada Marina, que compartía su afición a la literatura.
Al cabo de los años, mientras hablaban del mundo de las letras, tuvieron una gran idea, y empezaron un proyecto, llamado “Resistencia lectora” (sí, se fliparon un poco).
Y, como dicen, el resto es historia.
Guillermo Domínguez
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