La alarma suena y él da varias vueltas en la cama antes de estirar el brazo y apagarla. Se sienta en el borde de la cama a la espera de que el dolor de cabeza se le pase, pero no lo hace. Intenta pensar en lo que hizo antes de ir a dormir, si acaso se tomó alguna copa que justifique la migraña. No recuerda nada.
Se lava la cara, desayuna, se viste y sale de casa. La rutina de siempre. El tren llega tarde, algo normal, y cuando lo hace está lleno. Durante todo el trayecto se golpea contra los demás pasajeros entre sus olores y conversaciones matutinas. Oye a una pareja hablando en portugués y sonríe pensando en el viaje de fin de curso con su instituto. Fue de los últimos momentos en los que fue feliz de verdad. Baja en su parada y tras dos minutos andando llega a la oficina. Y allí se pasa todo el día, deseando poder volver a casa para dormir y despertarse y tener que volver a trabajar. Ya por la tarde se despide de sus colegas y vuelve a coger el tren a hora punta. Cuando llega a su casa se desviste, cena y ve un rato la tele sin mirarla.
Mira el reloj y ve que ya es tarde, debería irse a dormir. Va al baño y mientras se lava los dientes su mirada se posa en el pequeño armario donde guarda todas sus pastillas. Durante mucho tiempo ha estado pensando en hacerlo, pero nunca ha tenido el coraje. Lo abre y uno por uno va dejando los botes sobre el borde de la pica. Y por fin lo hace.