Abre el
primer libro que veas por la página 23. Escoge la tercera frase de
la página y úsala como la primera oración de tu relato.
-¿Qué te
parece?
Óscar me
mira con su sonrisa más radiante. Valiente hijo de puta. Disfrazado
de amabilidad y buenas intenciones acaba de robarme el proyecto que
podría llevarme a mi ascenso soñado. Le devuelvo la sonrisa y le
propino un derechazo cargado de rencor. Él no se defiende y le
insulto, le escupo y le doy patadas. Dios, qué bien me siento. La
sonrisa que visto ahora es sincera y terrible.
Déjate de
gilipolleces me riñe Martín mientras me obliga a
estrecharle la mano a Óscar, que esperaba expectante mi respuesta
mientras yo llevaba a cabo oscuras e imaginarias represalias.
-Está bien,
Óscar, tú sabes lo que es mejor para la empresa -y me marcho. Puedo
obedecer a Martín y ceder cuando la batalla está perdida pero no
tengo porque soportar la presencia de mi “compañero” más tiempo
de lo necesario.
Martín es
duro pero fiel. Apareció por primera vez con identidad propia cuando
cumplí doce años y Carlos Gómez me quiso convencer para tirarme de
la roca más alta en la Cala Gris, más allá del puerto. Estaba a
punto de cometer el acto más estúpido de mi vida (y probablemente
hubiese sido el último) cuando Martín me ordenó que bajara de ahí,
me volviera inmediatamente a casa y, de paso, que me buscara otros
amigos. Hasta entonces Martín siempre había estado allí pero no
con demasiada presencia y lo había llamado “consciencia”. Cuando
ese día discutimos y se dio cuenta de que tenía un gran poder de
persuasión tuve que ponerle nombre para poder referirme a él con
propiedad. No sabéis lo difícil que es discutir con uno mismo sin
nombres. Muy confuso. Sé lo que estáis pensando: que estoy loco.
Bueno, Pinocho veía un grillo llamado Pepito Grillo y lo habéis
llevado bien.
La presencia
de Martín, quien es solo pensamiento y sabiduría razonada, es
tranquilizadora y no especialmente perturbante. 34, en cambio, fue
otra cosa. Cuando a los catorce años mis padres se divorciaron y
papá se marchó con una mujer veinte años más joven, apareció 34
con más fuerza que nunca. Era un gato amarillo con una gran maldad.
34 se manifestó por primera vez cuando tenía seis años y fue mi
compañero de juego durante mi infancia y preadolescencia. Era
travieso y me metía en todo tipo de problemas. No os confundáis, ya
os he dicho que no estoy loco. No os imaginéis un gato de color
amarillo paseándose por mi habitación, relamiéndose mientras me
obligaba a torturar pájaros o algo por el estilo y desvaneciéndose
dejando solo la sonrisa. Al contrario que Alicia, estoy cuerdo y mi
gato era solo mental. Quiero decir que cuando 34 hacía acto de
presencia y me sugería alguna actividad nada inofensiva, en mi mente
evocaba la imagen de un gato amarillo. Eso es todo.
Cuando Martín
se impuso al mando de la nave, por decirlo de alguna manera, lo llamó
mi “niño interior” y no le prestó demasiada atención, pues
hacer travesuras y meterse en líos son cosas habituales a esa edad.
Como iba diciendo, después del divorcio de mis padres, 34 volvió
con rabia y me invitaba a insultar a compañeros de clase, a robar si
algo me apetecía, a chillarle a mi madre y a romper cosas de la
casa. Martín dijo que teníamos que deshacernos de él. Mamá, harta
de la situación, me llevó a una psicóloga, convencida de que mi
actitud era un grito de atención. 34 me dijo que le contara a la
psicóloga quién era él y quien era Martín y que después huyera
de la bruja de mi madre. Martín me convenció de lo contrario. Me
aseguró que 34 solo quería hacerme daño, pues si contaba quienes
eran, la psicóloga me hincharía a pastillas e incluso me
internarían. Le hice caso y callé. Le conté a esa amable mujer la
situación en casa y lo cierto es que me ayudó mucho a superarlo.
Con el tiempo 34 se desvaneció de verdad, eso sí, sin dejar ninguna
sonrisa detrás.
Después de
lo que me había dicho la psicóloga y de largas charlas con Martín,
descubrimos que 34 no era mi niño interior sino la insensatez
infantil que se había convertido en una temeraria mancha de dolor
(en este caso amarilla).
Mi niño
interior real apareció cuando dejé el instituto, mis amigos de
siempre y mi ciudad natal. Dejé la playa atrás y me aventuré en la
ruidosa y gris ciudad para estudiar empresariales. Ya no podía hacer
el tonto como antes ni olvidar las responsabilidades, tenía que ser
adulto y comportarme como tal. Y entonces apareció esa vocecita
risueña, divertida y estrambótica. Lo mismo me sugería rodar como
una croqueta colina abajo en el césped de la universidad como gastar
bromas estúpidas a la chica que me gustaba. Martín la llamó
cariñosamente Clarisse. De vez en cuando le hacía caso, cuando hice
nuevos amigos con los que había suficiente confianza como para
dejarla salir y volver a hacer el crío, y me ha acompañado desde
entonces. Ha habido más. Estuvo Azul, quien vino a hacerme compañía
cuando mi primera novia seria decidió dejarme para siempre. No le
puse más nombre que ese, pues siempre que aparecía ese color teñía
mi corazón. No era muy sensato y por su culpa le mandé algunos
mensajes nada apropiados a mi ex. Lo acabé echando como a 34 y
entonces llegó sonriente Lara. Martín la bautizó así en un
intento sarcástico de convencerme para echarla, ya que cada vez que
su voz aparecía melosa y sensual veía a Lara Croft preparada con su
traje. Sin embargo, me ayudó mucho a ligar, aunque también me llevé
muchas calabazas por su atrevimiento.
Durante una
temporada creía que era como Eddie Murphy en esa película tan
estúpida en que se supone que es una nave espacial y dentro hay toda
una tripulación de alienígenas diminutos y antropomórficos. Nunca
me convenció del todo esa definición de mí mismo, pues me
consideraba con más autonomía que una nave espacial. Por suerte
alguien más tuvo ese dilema, lo resolvió y lo convirtió en una tierna película de Disney. Soy como sus personajes que tienen dentro unos adorables muñequitos que controlan sus
emociones para condicionar sus actos. En mi caso va un poco más
allá, pues mis emociones son el reflejo de mis actos y de los demás
y mis personajillos, que no tienen rostro sino voz, me aconsejan. Al
final, soy yo quien tomo las decisiones y lo llevo a cabo. Bueno, a
menudo Martín me convence para que le haga caso a él. Pero es un
buen timonel. Así que tengo una tripulación curiosa, con nombres y
voz pero un solo timonel. El problema de los locos es que tienen
varios timoneles que se pelean por el control de la nave y el resto
se dan cuenta de que cargan con una tripulación poco usual.
¿Has
acabado de fingir que tienes público? Martín resopla, es
la mar de crítico cuando quiere. ¿Algún problema? Replico,
me molesta que me trate de loco. Si lo estoy es por su culpa.
-¿Daniel?
¿Estás bien?
Levanto la
cabeza bruscamente para encontrarme con los oscuros ojos preocupados
de Claudia. Asiento.
-Llevas un
rato ausente, ¿qué te pasa?
-Oh, nada,
solo estaba embobado. El idiota de Óscar me ha robado el proyecto de
México.
-¿En serio?
¿Qué le has dicho? Es un imbécil. La semana pasada humilló a Gina
en una reunión.
-¿De verdad?
-Claudia asiente -No lo sabía. Qué cabrón. No le he dicho nada.
¿Qué podía decirle? Es una batalla perdida.
-Tienes que
imponerte más y ser un poco como él. No quiero decir cabrón -ríe
Claudia al ver mi cara. Tiene una peca en la comisura del labio que
me despista -. Quiero decir ser más cínico y más lanzado. No está
bien robarle los proyectos a los demás pero tú deberías tener el
coraje de plantarle cara y defenderte.
-Es
imposible. No tengo ese coraje -suspiro y sé que es cierto. Siempre
he dejado que me pisaran. Tiene razón. Deberías haberle
dicho que el proyecto te lo habían adjudicado a ti y sugerirle un
sitio al que ir. Una pista: a la mierda. No es la voz apremiante
de Martín. Es fría como el hielo y serena como la noche. Soy
Malvo. Vaya, trae su propio nombre. Eso sí que es nuevo.
Marina
R. Parpal
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