Escribe un relato en el cual el personaje principal se despierta con una llave agarrada en su mano. Céntrate en cómo llegó a tener esa llave y qué abre.
“Y ahora, despierta.”
Mis parpados se van abriendo lentamente, dejando pasar la luz hacia mi retina. Me incorporo con dificultad (no he dormido bien) y entonces me doy cuenta de que hay algo frío en mi puño cerrado. Mi mano se abre y me muestra una pequeña llave negra, oxidada. La acerco a la ventana, en busca de alguna pista sobre su origen, pero es completamente lisa. Oigo unas voces en el pasillo y me guardo la llave en el zapato, no quiero que me quiten el único objeto que tengo.
Se oye un ruido de llaves y se abre la puerta (nota mental: probar de abrirla con mi llave más tarde). Un carcelero entra y trae consigo un chico de unos 20 años, que mira al suelo como avergonzado.
Abandona la habitación y cierra la puerta, pero echar el cerrojo. Ya son las nueve, y nos dejan salir para que estiremos un poco las piernas. Miro al chico, pero este sigue en la misma posición, y el pelo no me deja verle bien.
-¿Prefieres la litera de arriba o la de abajo?
Alza la vista y me mira sin comprender, hasta que pasea la mirada por la habitación y ve que estoy sentado en la cama de abajo, donde llevo durmiendo bastante tiempo. A mi último compañero se lo llevaron hace un par de semanas a otra ala, debido a su comportamiento violento. Pagó su rabia contra la pobre señora Delgado, una adorable anciana que sigue viendo a su hijo muerto. Incluso le da de comer.
-Me gusta más la de arriba, si no te importa -dice mientras mueve la cabeza tímidamente en su dirección-.
-Perfecto, así no tengo que moverme. Y ahora deberíamos ir a desayunar, las tostadas se acaban en seguida.
Nos sentamos en una mesa pequeña con nuestras bandejas (sin tostadas, nos hemos tenido que conformar con unos cereales con leche y una manzana). Cuando se aparta el pelo para comer, me doy cuenta de que creo conocerle. Me recuerda a alguien que conocí hace muchos años, pero no consigo saber quién.
-Y dime, ¿qué hiciste para entrar aquí?
-Dicen que soy un pirómano, que incendié la casa de mis vecinos -el pelo le ha vuelto a caer sobre la cara mientras remueve los cereales sin probarlos-. Ni siquiera tienen en cuenta que si hubiera habido un poco de viento mi casa también habría ardido…
Por la manera en que lo dice supongo que fue su defensa en todo momento, pero esa frase no le había conseguido la libertad.
Más tarde nos tocó ayudar a preparar la comida para la noche. Era el trabajo de mi compañero, pero me había cambiado el turno con el vecino de la habitación de enfrente (su hija había muerto en un accidente de coche y él se dedicaba a verla por la calle, por eso se lleva bien con la señora Delgado) para que no se sintiera solo. Por algún motivo me sentía responsable de él.
Mientras limpiábamos los platos y cazos noté como se quedaba absorto mirando el fogón en el que aún estaba trabajando uno de los cocineros (a nosotros no nos dejan acercarnos ni a las llamas ni a los cuchillos). Yo aparté la mirada rápido, no soporto la imagen del fuego.
Ahora estamos en nuestras camas, y creo que él ya se ha dormido. Hace un momento me ha preguntado por qué estoy yo aquí. Le he tenido que confesar lo que le pasó a mi mujer y a mi hija. No hay día en el que no piense en ellas. No consigo hacer que los doctores vean lo mucho que las quería, que hubiera sido incapaz de hacerles daño.
Doy una vuelta en la cama, apartando todos esos pensamientos y preparándome para dormir. Y, como cada noche, empieza a escucharse una pequeña melodía de violín por los pasillos. Cuando estaba en casa creía que me iba a volver loco, ni siquiera podía dormir, ahora pienso que es parte de mí. Incluso me cuesta dormirme hasta que no la escucho. La verdad es que me he cansado de hacer que todo el mundo la oiga, sin resultado, así que he acabado aceptando que está solo en mi cabeza.
El sol se asoma desde la pequeña ventana sobre el pequeño retrete y hace que me despierte. Aún en la cama me asomo y miro hacia arriba, pero no veo a mi compañero. Me levanto, me desperezo un momento y salgo de la habitación a la búsqueda de mi nuevo amigo. Me asomo al comedor, pero no le veo, así que pruebo suerte en el sótano, donde algunos enfermos hacen la colada. Allí me saluda el jefe de sección, que tampoco sabe dónde está. Como no ha habido suerte salgo de allí y me dirijo al comedor de nuevo, cuando lo oigo otra vez. Reconozco las primeras notas del violín, y al girar una esquina la veo delante de mí, mirándome a los ojos con la cara llena de hollín. Esta exactamente igual que siempre, con el camisón descolorido y la parte baja quemada. Todavía huele a humo. En su mano descansa un mechero que parece dorado, en perfecto estado, como si nunca se hubiera movido del despacho de mi padre.
No puedo quitar la vista de sus ojos profundos, cuando ella levanta una mano en mi dirección, esperando a que acepte su caricia. Ese movimiento me devuelve a la realidad, me giro y salgo corriendo de allí, hasta que desaparece la canción de mis oídos.
Ya en el comedor otra vez, me encuentro a mi compañero, que solo había estado en la habitación de al lado, oyendo batallitas del enfermo. Me pregunta si estoy bien, que me ve muy pálido, y solo le contesto que me ha entrado morriña, que ojalá estuviera en casa con mi familia. Lo cual es cierto.
A partir de aquí el día sigue normal, pero no puedo quitarme de la cabeza la canción, y todos los recuerdos que esta conlleva. Recuerdo a la chica que fumaba delante de mi ventana cada noche, de cómo la miraba a través de los huecos de la persiana, y de cómo se desnudaba, aunque sabía que yo estaba allí. Recuerdo también aquellas tardes de verano, estirado en mi cama sin hacer nada, tan solo escuchando el violín de la casa de enfrente. Una noche me habló desde su ventana, a pesar de que no lo había hecho nunca, pidiéndome fuego. No tendría que haber intentado complacerla.
El chico me despierta de mi ensueño, avisándome de que se ha acabado nuestro turno arreglando el jardín (que no está demasiado bien cuidado, somos de los pocos que se preocupan por el trozo de tierra que nos dejan tocar), así que volvemos juntos a la habitación. Hablamos un buen rato hasta que se apagan las luces, momento en el que pasa el celador revisando cada habitación en busca de comportamientos extraños. De esos nunca faltaran en un sitio como este.
En plena noche me despierta de nuevo la melodía. Finjo no oírla y me giro en la cama, de espalda al resto de la habitación. Pero el tono va subiendo y mis nervios se pierden enseguida. Me levanto de golpe, para pedir ayuda a mi compañero, pero no está. Empujo la puerta con suavidad y esta se abre, aunque no debería hacerlo. Voy a la habitación de al lado, a la que también puedo entrar, pero tampoco hay nadie a quien pedir ayuda. Oigo el violín al fondo del pasillo, amenazándome con atraparme, pero huyo en dirección contraria. Por mucho que corra siempre noto su presencia detrás de mí, por mucho que no quiera girarme. La carrera me lleva a dar la vuelta a todo el hospital, hasta llegar de nuevo a mi habitación, que esta vez está cerrada. Empujo con todas mis fuerzas la puerta, sin que se mueva. Me giro y allí está ella. Noto algo frío en mi zapato, y no hace falta que mire para saber qué es.
"Abre la puerta, vamos."
Me agacho, cojo la llave y abro la puerta lentamente, temiendo lo que pueda encontrarme.
Y detrás estoy yo, de pie en mi cocina con una garrafa de gasolina en las manos, esparciendo su contenido por todas partes. Cuando las paredes y muebles ya están lo suficientemente empapados, saco un mechero del bolsillo, y prendo fuego a mi hogar. Las llamas empiezan a correr por el suelo, y aprovecho que aún no son muy grandes para salir de allí. Cierro la puerta, y mientras bajo las escaleras puedo oír perfectamente los gritos de mi hija en su habitación.
"Ya está, lo tenemos."
Mis parpados se van abriendo lentamente y veo que estoy atado a una silla. Intento liberarme de las cuerdas, y me doy cuenta que delante de mí hay tres hombres mirándome fijamente. Por sus batas puedo deducir que dos de ellos son doctores, mientras que el otro viste un traje y apunta algo en unos papeles.
-Creo que esto será válido para el juez, ahora solo hay que esperar al juicio -comenta el hombre del traje, mientras les da la mano a los otros hombres-. Este método vuestro es muy eficaz, que no os extrañe que os llamemos más veces cuando tengamos algún caso complicado.
-Y nosotros estaremos encantados de poder ayudar -dice el doctor más alto, que me empieza a quitar las correas.
El celador me devuelve a mi habitación, donde está mi antiguo compañero, que igual no atacó a la señora Delgado como pensaba. Me saluda con la cabeza y me estiro en mi cama. No paro de darle vueltas a lo que acabo de ver, la confirmación de mi culpabilidad, cuando noto que alguien se sienta en la cama. Ella me mira desde la punta del colchón, sonriéndome, y se estira a mi lado.
Guillermo Domínguez
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