Hacía tiempo que investigábamos la señal. La
habíamos percibido hacía tan solo unos meses, algo leve y lejano pero
claramente artificial. Se barajaron algunas opciones, algunas escépticas
propusieron teorías de lo más pintorescas en que esa señal podía ser emitida por
medios naturales. Pero desde el principio algo me había dicho que no era así y
tenía la ferviente creencia que algo más similar a nosotros de lo que creíamos
estaba listo para conocernos.
Y, finalmente, llegó el día en que fuimos capaces
de percibir con más claridad la señal. Lo que al principio había sido una
imagen borrosa cobró definición y vimos cosas, muchas cosas. Pronto a la imagen
se le sumó el sonido y pudimos comprobar que los seres hablaban. Eran bípedas y
de una medida menor a la nuestra, con pelo solo en algunas partes del cuerpo.
Tardamos en darnos cuenta que se cubrían con telas de diferentes medidas y
colores. No tenían una coherencia concreta, ni se definían por una única líder.
Empezamos a trabajar, a aprender sobre ellas y sus sociedades, había miles. Parecía
imposible hacerse una idea concreta de ese
mundo que según la información que daban estaba tan lejano. Por lo
visto, hacía centenares de años que habían lanzado las imágenes al universo.
¿Acaso se habrían extinguido en ese período de tiempo? Era la primera cultura
alienígena con la que hacíamos contacto y nos era imposible hacer nada más que
mandar imágenes de vuelta y esperar que las recibieran en medio milenio. Aunque
nuestra tecnología parecía superior, quizá tardaba menos. ¿Pero cómo sabríamos
que nuestro mensaje se recibía, si debíamos esperar siglos antes de conocer la
respuesta? La euforia de saber que no estábamos solas en el universo se me
contagió solo por un instante, mientras veíamos las imágenes y antes de ver
evidencias del tiempo pasado desde su creación y lanzamiento. Después me
invadió una profunda desazón, jamás vería el desenlace de esa historia. Y,
aunque debía estar orgullosa y feliz por mi civilización y sus futuras
científicas, no era así, solo sentía decepción. Callé y sonreí ante mis
compañeras, seríamos premiadas y las líderes de todo el mundo querrían conocer
al equipo que descubrió otra vida en el universo. ¡Seremos ricas! Exclamó
alguien. Yo solo asentí.
Recuerdo esto desde la maltrecha habitación que
ocupo desde que me volví demasiado mayor mientras miro en la pantalla las
astronautas encargadas de ir a conocer a nuestras vecinas espaciales. La sonda
que mandaron las que ocuparon nuestro lugar ha vuelto con buenas noticias y más
rápido que las imágenes: la especie aún existe y quiere conocernos. Nadie me ha
invitado, una vieja gloria poco original.
Marina R. Parpal
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