Sin ninguna nube que los refugiara, dos hombres iban a paso lento con sus caballos (¿era una mula lo que llevaba el que iba en la retaguardia?) mientras el sol manchaba unos campos cuyos cultivos no consigo recordar. Iban conversando sobre damas en peligro, literatura y dónde iban a dormir aquella noche, pues estaban cansados del frío y duro suelo que hacía de colchón desde hacía una semana.
El señor mayor que parecía ser el jefe de los dos alzó la vista hacia el horizonte, y lo que vio le hizo cambiar el semblante por completo.
-¿De qué hablas? Pero si es de día…
-¡Nosotros somos los muertos vivientes!
Y tras decir estas palabras, azotó a su caballo y se dirigió hacia su objetivo. Los gritos del hombre gordo no surtieron efecto, por lo que decidió seguirle, intentando que no sufriera ningún daño. En plena carrera se dió cuenta de hacia dónde se dirigía, y no eran más que dos molinos de vientos, completamente ordinarios. Si al menos fueran molinos eólicos podrían robar el cobre, supuso, pero allí sólo podrían robar un poco de harina…
-¡Por Carl!
Tras su mirada llena de locura se expandía una nación de “caminantes”, criaturas sacadas del averno que, como si de un tornado se tratara, daban vueltas destruyendo todo a su paso. Esos viles residentes estaban hambrientos de carne humana, y el señor mayor se quedó perplejo, pues algunos también podían correr ("¿serán acaso infectados?" -pensó él-). Eran tantos que parecía que tuvieran gravedad propia, como si de un planeta de terror se tratara.
El señor les embistió con todas sus fuerzas, pero 28 segundos después, se encontró tirado en el suelo, dando vueltas sobre sí mismo, como intentando huir de un peligro invisible para cualquiera. El hombre regordete se acercó más calmado, pues veía que ya no sufriría ningún daño. Mientras se revolcaba a los pies del molino empezó a gritar que le cortaran la mano, pues era la única manera de parar la infección. Ya a su lado, su compañero le ayudó a levantarse, entre insultos dirigidos a los seres que acechaban en su mente.
Después de una infantil pelea, los dos se subieron a su respectivas monturas, esta vez más calmados (y con la cara roja por las bofetadas), y siguieron su camino hacia su destino.
Guillermo Domínguez
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