Escribe un relato sobre un personaje que tenga mucha fuerza de voluntad
Lilith
es rubia y tiene los ojos azules. Su cara es redonda y su cuerpo,
menudo. Se desliza por el mundo con la elegancia de un caballo pura
sangre. Sus manos son delicadas y sus pies, pálidos. Los labios
rosados coronan su dulce boca, que esconde secretos de miles de
hombres que, llorando en su regazo, le confesaron su mayor pesar en
una noche de amarga pasión. Su pecho trémulo poco abultado se
desvanece en el cuello de la camisa a rayas. Las rodillas gastadas se
ocultan bajo el pantalón oscuro y preceden los muslos que llevan a
las caderas. Tiene una mirada que no deja ver su alma, silenciosa y
cálida a un mismo tiempo.
Lilith
pasea calle abajo y observa la gente que se cruza con ella. Sonríe a
los hombres trajeados de comisuras caídas y su ternura los
enloquece. Cual sirena, atrae hombres perdidos en el mar de caras
serias y prisas que no llevan a ninguna parte. Ellos, hipnotizados
por ese ser mitológico de proporciones áureas, la siguen hasta el
motel y la desnudan con ansia. Cuando ven su cuerpo libre de ataduras
terrenales ya no saben diferenciar el ángel de la sirena. Y,
abrumados por su bondad celestial, se confiesan y lloran pidiendo una
salvación. Lilith, sin alas espumosas ni cola de pez, escucha y les
asegura entre besos singulares que nadie va a castigarlos. Les quita
la ropa y los acuna entre sus piernas, cantándoles nanas entre
gemidos y besándoles la mejilla con la ternura de una madre. Y,
cuando el acto acaba, los hombres se sienten un poco menos hombres y
un poco más ángeles. Y buscan su cartera para pagarle pero ella se
niega. Ellos sonríen y se marchan sin poder evitar mirar atrás y
Lilith vuelve a la calle y espera al siguiente hombre triste.
En
esta noche, se acerca a ella un joven muchacho de ojos almendrados y
la mira, sorprendido. Le han hablado de la sirena de la calle 13. No
es lo que se esperaba. La mujer rubia enfrente el viejo motel no
parece imponer demasiado. Las ha visto mejores. Lilith, sintiendo su
presencia, se gira y lo observa con su mirada color zafiro.
-¿Qué
estás buscando? –su voz se asemeja al sonido de la lluvia de
verano. No parece sorprendida, ni molesta por su escrutinio. Más
bien se la ve calmada, como si se conocieran desde siempre.
-¿Eres
tú la sirena?
-¿Lo
soy? –la naturalidad con la que hace la pregunta lo desconcierta y
lo deja desarmado -¿Qué te preocupa? –le sonríe y esa es su
perdición. Entonces lo comprende y se deja arrastrar por sus redes
de amor. La sigue como un autómata escaleras arriba sin sentir nada
más que el tacto blando de su mano.
Lilith
enciende la luz de la minúscula habitación y se dirige al baño,
dejándolo solo. El muchacho se desnuda, impaciente por probar las
famosas carnes de la mujer.
Cuando
sale del baño, después de haberse purificado como hace cada noche,
levanta la mirada y la sonrisa se le congela en los labios. Bajo la
débil luz de las farolas no había visto bien su rostro, pero ahora…
Su tez morena, los ojos color avellana y ese pelo alborotado son
inconfundibles.
-¿Adán?
–Su pregunta parece un murmullo en la oscuridad.
-¿Cómo?
No, yo… -ni siquiera escucha su nombre. Lo hace callar poniéndole
una mano suave en la mejilla, evocando recuerdos de hace ya miles de
años. Lo besa suavemente y él olvida su extraño comportamiento.
Entre
caricias torpes, Lilith recuerda un enfado que ya creía olvidado. No
puede mirar al muchacho a la cara sin culparlo de todos los maltratos
hacía las mujeres a lo largo de la historia. Es su viva imagen.
Debería haberlo… pero no, ella no podía saber que le darían otra
mujer. Ni que la estúpida Eva iba a dejarse someter como resultado
de su creación. Sabe que tendría que haber hecho algo, podría
haber hablado con Dios. Aunque Dios es hombre también. Probablemente
no la hubiese escuchado. Ni siquiera lo intentó. Huyó y no pudo
evitar que sus hijos fuesen sacrificados ante la furia de la machista
divinidad.
A
pesar de las envestidas torpes y los susurros incomprensibles de su
amante pasajero, llora sin dejar de gemir. Y deja correr libres las
lágrimas mejilla abajo, como un líquido purificador que puede
limpiar su alma. Estúpida Eva, se repite una y otra vez. Abandonó
el Edén y dejó morir su estirpe sin razón, para caer en el olvido.
Nadie sabe quién es Lilith. Nadie conoce su lucha por la mujer.
Encarnó a Olympe de Gouges, a Emmeline Pankhurst, a Lucretia Mott, a
Lucy Stoney y a Schulesmith (entre muchas otras no tan recordadas).
Pero, ¿quién sabe que es Lilith quien está detrás de todo esto?
El
chico se da cuenta de que algo va mal y para. Le pregunta qué
ocurre, si le ha hecho daño.
-Sabes…
ser una sirena hace que a menudo las olas sean demasiado altas
–responde, enigmáticamente. Sonríe, no sin esfuerzo, y se seca
las lágrimas con el pulgar.
-Dime,
Adán, ¿amaste a Eva? –no puede evitarlo, la duda la ha carcomido
todo este tiempo.
Parece
despertar de repente de la burbuja de recuerdos y, al ver al muchacho
desorientado y confundido, le dedica una sonrisa tierna.
-Así
somos los ángeles –deja caer como explicación. La ironía de esa
autoasignación convierte su sonrisa en una burla -. Estás
perdonado. Eres libre. No hay Dios. Y, si lo hay… bueno, ¿no vale
la pena el castigo eterno a cambio de la libertad? El infierno nunca
será tan terrible como lo fue el Edén.
Casi
asustado por sus palabras, el chico retrocede y pisa la ropa
desperdigada por el suelo. Baja la mirada para mirar qué ha pisado y
al volver a levantarla descubre que está solo en la habitación.
Mira en el baño y sale al pasillo, aún sin vestir, pero no es capaz
de encontrarla.
Lilith
llega al averno desnuda y desconsolada. Se deja caer hecha una bola
sollozante. En posición fetal y con unos gritos desgarradores que
hieren el alma, deja escapar su dolor, contenido por tanto tiempo. Lo
llegó a querer. Sí, mientras solo corrían entre las flores sin
preocuparse de su desnudez. Mientras solo comían fruta fresca, cuyo
jugo les resbalaba barbilla abajo. Bañándose en los cuatro ríos
cristalinos, riendo y salpicándose. Hasta que las risas llevaron al
beso. Y el beso, a la lujuria. Se dejaron arrastrar por la pasión
detrás de un gran árbol de manzanas suculentas, escondidos a los
ojos de Dios. Y Adán tuvo que hacerlo, tuvo que romper la magia
tierna del amor. Y ella no iba a doblegarse ante él, solo por ser
más semejante a Dios de lo que lo era ella. ¿La diferencia más
grande? La astucia. Porque supo llamar a Dios por su nombre mágico y
huyó del Edén antes de que les diese tiempo a darse cuenta de su
rebelión. Echó de su casa a los ángeles que fueron a buscarla
hasta el Mar Rojo. Y eso enfureció al Creador. Se llevó a sus hijos
en una rabieta. Hombres… mueven el mundo entero por el amor de las
mujeres, para acabar culpándolas de todos los males y renegando de
ellas. Y por las noches las buscan desesperadamente y se acurrucan
contra sus cuerpos cálidos, pidiendo perdón entre sollozos.
Pero
Lilith no llora una disculpa. Y todas las criaturas del ardiente
inframundo despiertan al oírla y acuden a su llamada, uniéndose a
su llanto con cánticos de desolación. Una a una, las criaturas van
tumbándose a su lado, en posición fetal y lloran al unísono junto
a su madre adoptiva. Y los sollozos se convierten en un réquiem
desolador por todas esas mujeres maltratadas por Adán.
En
el cielo oyen la música y las nubes se alteran en un temblor que
sacude la Tierra entera. Y el temblor llega hasta Dios, que reposa en
su enorme trono de oro macizo. Curioso por lo que causa tanto
alboroto, se dirige a sus ángeles más fieles y les manda bajar al
infierno a investigar. Son tres.
Cuando
llegan a su destino, la visión de millones de criaturas oscuras
acurrucadas en posición fetal sollozando les aterroriza. En el
centro se ve una mancha blanca. Vuelan hasta allí y corroboran que
se trata de Lilith, que se ha quedado sin lágrimas y apenas le queda
voz pero que sigue con la cara contraída y el cuerpo tembloroso,
causante del movimiento que ha alertado a Dios.
-Lilith,
hermosa sirena, deja de llorar –le susurran al oído, procurando
que el Señor no les oiga.
-Tienes
que seguir con tu labor, acaba con el régimen de Dios –añaden.
-Sí,
Lilith, tú tienes el poder de volver a los hombres buenos. Vuelve a
la Tierra, te escucharán.
Lilith
deja de llorar de inmediato al oírlos y los escruta con la mirada.
Tiene la nariz roja y le tiembla la barbilla.
-¿Sabéis
quién soy? –sus ojos parecen aún más grandes ante su
desesperación por responderse a ella misma esa pregunta.
-Tú
has sido muchas mujeres. Y cada una de ellas ha hecho a los hijos de
Adán un poco menos hombres y un poco más ángeles.
-Tú
has hecho que se sepa que las mujeres no son costilla, sino barro,
así como lo fue Adán.
-¿Os
rebeláis ante Dios? –sorprendida, Lilith apenas puede creer sus
palabras.
Los
ángeles, en su magnífica belleza inocente, asienten.
-Cubrimos
tu rastro para que Él no pueda encontrarte.
-Pero
no nos queda mucho tiempo, debes partir, valiente Lilith.
-¿Qué
le diréis a Dios cuando volváis?
-Que Adán nunca amó a Eva.
Marina R. Parpal
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