Seguimos
con la iniciativa Adopta
Una Autora. La última vez os expliqué quién era Doris
Lessing y ahora os traigo el texto de la conferencia para la
ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura que le fue
otorgado en 2007. Lessing, por problemas de salud, no participó de
la ceremonia en Estocolmo y encargó la lectura de su texto a su
editor, Nicholas Pearson.
Esta
entrada estaba programada para el día 8 de marzo, ya que la Academia
Sueca reconoció la capacidad de la
autora para retratar "la épica de la experiencia femenina, y su
escepticismo y fuerza visionaria con la que ha examinado una
civilización dividida". Sin embargo, la he retrasado un día
por la iniciativa #NosotrasParamos.
Resistencia
Lectora agradece muy especialmente a Jonna Petterson, directora de
Relaciones Públicas de la Fundación Nobel, su autorización para
traducir y publicar este texto.
Sobre no ganar el Premio Nobel
Estoy
de pie junto a una puerta y miro a través de remolinos de polvo
hacia donde me han dicho que aún existe bosque sin talar. Ayer
conduje a través de kilómetros de tocones y restos calcinados de
incendios donde, en el '56, se encontraba el bosque más maravilloso
que jamás haya visto, ahora completamente devastado. Las personas
tienen que comer. Y necesitan material para encender el fuego.
Me
encuentro en el noroeste de Zimbabwe a principios de la década de
1980 y estoy visitando a un amigo que era maestro en una escuela de
Londres. Está aquí "para ayudar a África", como solemos
decir. Es un alma genuinamente idealista y las condiciones en que
encontró esta escuela le provocaron una depresión de la que le
costó mucho recuperarse. Esta escuela se parece a todas las escuelas
construidas después de la Independencia. Está compuesta por cuatro
grandes aulas de ladrillo uno a continuación del otro, edificados
directamente sobre la tierra, uno dos tres cuatro, con medio salón
en un extremo, para la biblioteca. En estas aulas hay pizarrones,
pero mi amigo guarda las tizas en el bolsillo, para evitar que las
roben. No hay ningún atlas ni globo terráqueo en la escuela,
tampoco libros de texto, carpetas de ejercicios ni biromes, en la
biblioteca no hay libros que a los alumnos les gustaría leer: son
volúmenes de universidades estadounidenses, incluso demasiado
pesados para levantar, ejemplares descartados de bibliotecas blancas,
historias de detectives o títulos similares a Fin de semana
en Paris o Felicity encuentra el amor.
Hay
una cabra que intenta buscar sustento en unos pastos resecos. El
director ha malversado los fondos escolares y se encuentra
suspendido, situación que suscita la pregunta habitual para todos
nosotros aunque por lo general en contextos más prósperos: ¿Cómo
puede ser que estas personas se comporten de tal manera cuando deben
saber que todos las están observando?
Mi
amigo no tiene dinero porque todo el mundo, alumnos y maestros, le
piden prestado cuando cobra el sueldo y probablemente nunca le
devuelvan el préstamo. Los alumnos tienen entre seis y veintiséis
años porque quienes no pudieron asistir a la escuela antes se
encuentran aquí para remediar tal situación. Algunos alumnos
recorren muchos kilómetros cada mañana, con lluvia o con sol y a
través de ríos. No pueden hacer tareas escolares en sus casas
porque no hay electricidad en las aldeas y no es fácil estudiar a la
luz de un leño encendido. Las niñas deben ir a buscar agua y
cocinar antes de partir hacia la escuela y cuando vuelven de ella.
Mientras
estoy con mi amigo en su cuarto, varias personas se acercan
tímidamente y todas piden libros. "Por favor, mándanos libros
cuando regreses a Londres." Un hombre dijo: "Nos enseñaron
a leer, pero no tenemos libros". Todas las personas que conocí,
todas ellas, pedían libros.
Estuve
varios días allí. El polvo volaba por todas partes. Las cañerías
se habían roto y las mujeres tenían que acarrear agua desde el río.
Otro maestro idealista llegado de Inglaterra estaba enfermo después
de ver el estado en que se encontraba esta "escuela".
El
último día de mi visita finalizaba el ciclo lectivo y sacrificaron
la cabra. La cortaron a trocitos y la cocinaron en una gran fuente.
Era el esperado banquete de fin de ciclo, guiso de cabra y puré. Me
alejé de allí antes de que terminara, conduje de vuelta entre
calcinados restos y tocones que habían sido bosque.
No
creo que muchos alumnos de esta escuela lleguen a obtener premios.
Al
día siguiente estoy en una escuela en la zona norte de Londres, una
escuela muy buena, cuyo nombre todos conocemos. Es una escuela para
varones, con buenos edificios y jardines.
Estos
alumnos reciben la visita de alguna persona famosa todas las semanas
y resulta natural que muchos de los visitantes sean padres,
familiares e incluso madres de los alumnos. La visita de una
celebridad no es ningún acontecimiento para ellos.
La
escuela rodeada por nubes de polvo al noroeste de Zimbabwe ocupa mi
mente y contemplo estas caras ligeramente expectantes e intento
contarles acerca de aquello que he visto durante la última semana.
Aulas sin libros, sin manuales, ni un atlas, ni siquiera un mapa
colgado en la pared. Una escuela donde los maestros suplican que les
envíen libros para aprender a enseñar, ellos, que sólo tienen
dieciocho o diecinueve años, piden libros. Les cuento a estos niños
que todas y cada una de las personas piden libros: "Por favor,
mándennos libros". Estoy segura de que quien pronuncie un
discurso aquí advertirá el momento en que las caras que tiene
frente a sí se tornan inexpresivas. Tu público no escucha lo que
dices: no hay imágenes en sus mentes para asociar con aquello que
les cuentas. En este caso, una escuela situada entre nubes de polvo,
donde el agua es escasa y donde, al finalizar el ciclo lectivo, una
cabra recién faenada y cocida en una olla grande constituye el
banquete de fin de curso.
¿Acaso
les resulta imposible imaginar una pobreza tan abyecta?
Me
esfuerzo al máximo. Son individuos bien educados.
Estoy
convencida de que en este grupo habrá unos cuantos que recibirán
premios.
Al
finalizar el encuentro, converso con los docentes y como siempre
pregunto cómo es la biblioteca y si los alumnos leen. Y aquí, en
esta escuela privilegiada, oigo aquello que siempre oigo cuando voy
de visita a las escuelas e incluso a las universidades.
"Ya
sabes cómo es," dice uno de los profesores. "Muchos niños jamás han leído nada y sólo se usa
la mitad de la biblioteca."
Sí, efectivamente sabemos cómo es. Todos
nosotros.
Somos
parte de una cultura fragmentadora, donde se cuestionan nuestras
certezas de apenas pocas décadas atrás y donde es común que
hombres y mujeres jóvenes con años de educación no sepan nada
acerca del mundo, no hayan leído nada, sólo conozcan una
especialidad u otra, por ejemplo, informática.
Lo que nos ha pasado es un invento increible, los ordenadores e Internet y la TV. Es una revolución. No
es la primera revolución que nosotros, los humanos, hemos abordado.
La revolución de la imprenta, que no se produjo en cuestión de
décadas sino durante un lapso más prolongado, modificó nuestras
mentes y nuestra manera de pensar. Con la temeridad que nos
caracteriza, aceptamos todo, como siempre, sin preguntar jamás, "¿Qué
nos va a pasar ahora con este invento de la imprenta?" Y así,
tampoco nos detuvimos ni un momento para averiguar de qué manera nos
modificaremos, nosotros y nuestras ideas, con Internet, que
ha seducido a toda una generación con sus necedades en tal medida
que incluso personas bastante razonables confesarán que una vez que
se han conectado es difícil despegarse y podrían descubrir que han
dedicado un día entero a navegar por blogs, etc.
Hace
poco tiempo, incluso las personas menos instruidas respetaban el
aprendizaje, la educación y otorgaban reconocimiento a nuestras
grandes obras literarias. Por supuesto, todos sabemos que durante el
transcurso de esa feliz etapa, muchas personas simulaban leer,
simulaban respeto por el aprendizaje, pero existen pruebas de que los
trabajadores y las trabajadoras anhelaban tener libros y ello se
evidencia en la creación de bibliotecas, institutos y universidades
obreras durante los siglos XVIII y XIX.
La
lectura, los libros, solían formar parte de la educación general.
Las
personas mayores, cuando hablan con los jóvenes, deben tener en
cuenta el papel fundamental que desempeñaba la lectura para la
educación porque los jóvenes saben mucho menos. Y si los niños no
saben leer, es porque nunca han leído.
Todos
conocemos esta triste historia.
Pero
no conocemos su final.
Recordemos
el antiguo proverbio: "La lectura es el alimento del alma"
—y dejemos de lado los chistes relacionados con los excesos en la
comida—, la lectura alimenta el alma de mujeres y hombres con
información, con historia, con toda clase de conocimientos.
Pero
los occidentales no somos los únicos habitantes del mundo. No hace demasiado
tiempo, una amiga que había estado en
Zimbabwe me habló de una aldea cuyos habitantes habían pasado tres días
sin comer, pero seguían hablando sobre libros y cómo conseguirlos,
sobre educación.
Pertenezco
a una pequeña organización que se fundó con el propósito de
abastecer de libros a las aldeas. Había un grupo de personas que por
diferentes motivos había recorrido todas las zonas rurales del
territorio de Zimbabwe. Nos informaron que en las aldeas, a
diferencia de la opinión generalizada, viven muchísimas personas
inteligentes, maestros jubilados, maestros con licencia, niños de
vacaciones, ancianos. Yo misma solventé una pequeña encuesta para
averiguar las preferencias de los lectores y descubrí que los
resultados eran similares a los que arrojaba una encuesta sueca, cuya
existencia desconocía hasta ese momento. Esas personas querían leer
aquello que quieren leer los europeos, al menos quienes leen: novelas
de todas clases, ciencia ficción, poesía, historias de detectives,
obras dramáticas, Shakespeare y los libros de autoenseñanza —cómo
abrir una cuenta bancaria, por ejemplo—, aparecían al final de la
lista. Un problema para encontrar libros destinados a los aldeanos
consiste en que ellos desconocen la oferta, de modo que un libro de
lectura obligatoria en la escuela como El alcalde de
Casterbridge [de Thomas Hardy] se vuelve popular porque
todos saben que es posible conseguirlo. Rebelión en la
granja, por razones obvias, es la más popular de las novelas.
Nuestra organización contó desde sus inicios con el apoyo de
Noruega y luego de Suecia. Porque sin esta clase de apoyo nuestros
suministros de libros se hubieran agotado muy pronto. Conseguimos libros de toda fuente posible. Recordemos que un buen libro de bolsillo editado en Inglaterra
cuesta un salario mensual en Zimbabwe: así ocurría antes de que se impusiera
el reino de terror de Mugabe. Ahora, debido a la inflación,
equivaldría al salario de varios años. Pero cada vez que llegue una
caja de libros a una aldea —y recordemos que hay una terrible
escasez de gasolina— se la recibirá con lágrimas de alegría. La
biblioteca podrá ser una plancha de madera apoyada sobre ladrillos
bajo un árbol. Y en el transcurso de una semana comenzarán a
dictarse clases de alfabetización: las personas que saben leer
enseñan a quienes no saben, una verdadera práctica cívica, y en
una aldea remota, como no había novelas en lengua tonga, un par de
muchachos se dedicó a escribirlas. Existen unos seis idiomas
principales en Zimbabwe y en todos ellos hay novelas, violentas,
incestuosas, plagadas de delitos y asesinatos.
Suele
decirse que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, pero no creo
que sea verdad en Zimbabwe. Y debemos recordar que tal respeto y
avidez por los libros surge, no del régimen de Mugabe sino del
anterior, de la época de los blancos. Semejante hambre de libros es
un fenómeno sorprendente y puede observarse en todo el territorio
comprendido entre Kenya y el Cabo de Buena Esperanza.
Existe
un vínculo improbable entre tal fenómeno y un hecho: crecí en una
vivienda que era virtualmente una choza de barro con techo de paja.
Es la clase de construcción típica en todas las zonas donde hay
juncos o pastizales, suficiente barro, soportes para las paredes. En
Inglaterra durante la época de predominio sajón, por ejemplo. La
casa donde viví tenía cuatro habitaciones, una junto a otra, y estaba llena de libros. Mis padres no solo llevaron libros de Inglaterra a África sino que mi
madre compraba libros para sus hijos que llegaban desde Inglaterra en
grandes paquetes envueltos con papel madera y que fueron la alegría
de mis primeros años. Una choza de barro, pero llena de libros.
Aún hoy suelo recibir cartas de personas que viven en una aldea donde no hay
suministro de electricidad ni agua corriente (tal como nuestra
familia en nuestra elongada choza de barro): "Yo también seré
escritor, porque tengo la misma clase de casa en que vivía usted".
Pero
aquí está la dificultad, ¿no?
La
escritura, los escritores, no provienen de casas sin libros.
Allí
está la brecha. Allí está la dificultad.
Estuve
leyendo los discursos de algunos de los recientes ganadores del
premio [Nobel]. Pensemos en el extraordinario Pamuk. Contaba él que
su padre tenía mil quinientos libros. Su talento no surgió del
vacío, estaba en contacto con las mejores tradiciones.
Pensemos
en V.S. Naipaul. Según señala, los Vedas hindúes formaban parte de
sus recuerdos familiares. Su padre lo estimuló para escribir. Y
cuando llegó a Inglaterra por sus propios méritos utilizó la
Biblioteca Británica. Estaba en contacto con las mejores
tradiciones.
Pensemos
en John Coetzee. No se limitaba a mantenerse en contacto con las
mejores tradiciones, él mismo era la tradición: daba clases de
literatura en Ciudad del Cabo. Y cuánto lamento no haber asistido a
alguna de ellas, dictadas por esa mente maravillosa por su audacia y
valentía.
Para
escribir, para crear literatura, debe existir una estrecha relación
con las bibliotecas, con los libros, con la Tradición.
Tengo
un amigo en Zimbabwe, un escritor negro. Aprendió a leer solo por medio de las etiquetas que
aparecían en los frascos de mermelada y en las latas de fruta en
conserva. Creció en una zona que he recorrido, una zona rural para
población negra. El suelo está formado por arena y grava, hay
escasos arbustos achaparrados. Las chozas son pobres, en nada
parecidas a las bien mantenidas construcciones de quienes disponen de
mayores recursos. Hay una escuela... semejante a aquella que ya he
descripto. Mi amigo encontró una enciclopedia para niños que
alguien había arrojado a la basura y la utilizó para aprender.
Para
la época de la Independencia, en 1980, había un grupo de buenos escritores en Zimbabwe, un verdadero nido de pájaros cantores.
Habían crecido al sur de la antigua Rhodesia, bajo el dominio
blanco: las escuelas de los misioneros eran las mejores escuelas. En
Zimbabwe no se forman escritores. No es fácil, mucho menos bajo el
dominio de Mugabe.
Todos
ellos recorrieron un arduo camino hacia la alfabetización, sin
mencionar sus esfuerzos para convertirse en escritores. Me refiero a
que las situaciones relacionadas con textos impresos en latas de
mermelada y enciclopedias desechadas no eran infrecuentes. Y estamos
hablando de personas que aspiraban a una educación cuyos estándares
estaban muy lejos de su alcance. Una choza o varias con muchos niños,
una madre agobiada por el trabajo, una lucha permanente por la comida
y la ropa.
Sin
embargo, a pesar de las dificultades, surgieron los escritores y hay
algo más que debemos recordar. Estábamos en Zimbabwe, territorio
conquistado físicamente menos de cien años antes. Los abuelos y las
abuelas de estas personas podrían haber sido los narradores de su
clan. La tradición oral. En el transcurso de una generación, o dos,
se produjo la transición desde las historias recordadas y
transmitidas oralmente a la impresión, a los libros. Un logro
formidable.
Libros,
literalmente rescatados de montones de desechos y escoria del mundo
del hombre blanco. Pero aunque tengas una pila de papel (no impreso,
que ya es un libro), es necesario encontrar un editor, que te pague,
que se mantenga solvente, que distribuya los libros. Recibí
numerosos informes sobre el panorama editorial para África. Incluso
en las zonas más privilegiadas como África del Norte, con su
diferente tradición, hablar de un panorama editorial es un sueño de
posibilidades.
Aquí
estoy, hablando de libros nunca escritos, de escritores que no
trascienden porque no encuentran editores. Voces desoídas. No es
posible estimar semejante desperdicio de talento, de potencial. Pero
incluso antes de esa etapa en la creación de un libro que exige un
editor, un anticipo, estímulo, hace falta algo más.
A
los escritores se les suele preguntar: ¿Cómo escribes? ¿Con un
procesador de texto? ¿Con máquina de escribir eléctrica? ¿Con
pluma de ganso? ¿Con caracteres caligráficos? Sin embargo, la
pregunta fundamental es: "¿Has encontrado un espacio, ese
espacio vacío, que debe rodearte cuando escribes?". A ese
espacio, que es una forma de escuchar, de prestar atención, llegarán
las palabras, las palabras que pronunciarán tus personajes, las
ideas: la inspiración.
Si
un determinado escritor no logra encontrar este espacio, entonces los
poemas y los cuentos podrían nacer muertos.
Cuando
los escritores conversan entre sí, sus preguntas se relacionan
siempre con este espacio, este otro tiempo. "¿Lo has
encontrado? ¿Lo conservas?"
Pasemos
a un panorama en apariencia muy diferente. Estamos en Londres, una de
las grandes ciudades. Ha surgido una nueva escritora o un nuevo
escritor. Con cinismo, preguntamos: ¿Tiene buenos pechos? ¿Es
elegante? Si se trata de un hombre: ¿Es carismático? ¿Es
atractivo? Hacemos chistes, pero no es ningún chiste.
A
este nuevo hallazgo se lo aclama, con seguridad recibe mucho dinero.
Los paparazzi comienzan a zumbar en sus pobres oídos. Se
los agasaja, alaba, transporta por el mundo entero. Nosotros, los
mayores, que ya conocemos todo eso, sentimos pena por los neófitos,
que no tienen idea de qué ocurre en realidad.
Ella (o él) disfruta de los halagos, del reconocimiento.
Pero
preguntémosle qué piensa un año después. Me parece escucharlos:
"Es lo peor que me pudo haber pasado".
Algunos
de los tan publicitados nuevos escritores no han vuelto a escribir o
no han escrito aquello que querían, que se proponían escribir.
Y
nosotros, los mayores, quisiéramos susurrar a esos oídos inocentes.
"¿Aún conservas tu espacio? Tu espacio único, propio y
necesario donde puedan hablarte tus propias voces, sólo para ti,
donde puedas soñar. Entonces, sujétate fuerte, no te sueltes."
Es
imprescindible alguna clase de educación.
En
mi mente habitan magníficos recuerdos de África que puedo revivir y
contemplar cuantas veces quiera. Por ejemplo, esas puestas de sol,
doradas, púrpuras y anaranjadas, que se despliegan en el cielo al
atardecer. ¿Y las mariposas diurnas y nocturnas y las abejas sobre
los aromáticos arbustos del Kalahari? O cuando me sentaba a la
orilla del Zambezi, allí donde corre bordeado por pastos claros,
durante la estación seca, con su satinado y profundo tono de verde,
con todas las aves de África cerca de sus márgenes. Sí, elefantes,
jirafas, leones y otros animales, había muchísimos, pero cómo
olvidar el cielo nocturno, aún incontaminado, negro y maravilloso,
cubierto de inquietas estrellas.
Pero
hay otra clase de recuerdos. Un joven, de unos dieciocho años, llora
frente a su "biblioteca". Un visitante estadounidense, al
ver una biblioteca sin libros, envió un cajón, pero el joven los
tomó uno por uno, con sumo respeto, y los envolvió en material
plástico. "Pero", le dijimos, "¿acaso esos libros no
son para leer?" y nos respondió: "No, se van a ensuciar y
entonces ¿dónde consigo otros?".
Su
deseo es que le mandemos libros desde Inglaterra para aprender a
enseñar. "Sólo cursé cuatro años de escuela secundaria",
suplica, "pero nunca me enseñaron a enseñar."
He
visto un Maestro en una escuela donde no había libros de texto, ni
siquiera un trozo de tiza para el pizarrón —la habían robado—
enseñar a su clase formada por alumnos entre seis y dieciocho años
con piedritas que movía sobre la tierra mientras recitaba "Dos
por dos son…", etc. He visto una muchacha, de escasos veinte
años, con similar escasez de libros de texto, carpetas de
ejercicios, biromes, de todo, que dibujaba las letras del abecedario
con un palito en el suelo, bajo el sol calcinante y en medio de una
nube de polvo.
Somos
testigos de esa inagotable hambre de educación que impera en África,
en cualquier lugar del Tercer Mundo o como sea que llamemos a esas
partes del mundo donde los padres aspiran a que sus hijos tengan
acceso a una educación que los saque de la pobreza, a los beneficios
de la educación.
Quisiera
que se imaginasen a sí mismos en algún lugar del sur de África, en
una tienda propiedad de un hindú, en una zona
pobre, durante una época de sequía prolongada. Hay una hilera de
personas, en su mayoría mujeres, con toda clase de recipientes para
agua. Este negocio recibe una provisión de agua cada tarde desde la
ciudad y esas personas están esperando su ración de esa preciada
agua.
El
hindú presiona las muñecas contra la superficie del mostrador y
observa a una mujer negra, que se inclina sobre un cuadernillo de
papel que parece arrancado de un libro. Está leyendo Anna
Karenina.
Ella
lee con lentitud, palabra por palabra. Parece un libro difícil. Es
una joven con dos niños pequeños que se aferran a sus piernas. Está
embarazada. El hindú se angustia al ver la pañoleta que cubre la
cabeza de la joven, que debería ser blanca, pero a causa del polvo
tiene un tono amarillento. El polvo se deposita entre sus pechos y
sobre sus brazos. Al hombre lo angustian las hileras de personas,
todas sedientas, porque no tiene suficiente agua para darles. Se
indigna porque sabe que las personas se están muriendo allí afuera,
más allá de las nubes de polvo. Su hermano mayor, le ayudaba con
el negocio, pero dijo que necesitaba un descanso, se había ido a la
ciudad, bastante enfermo en realidad, a causa de la sequía.
El
hombre siente curiosidad. Y pregunta a la joven, "¿Qué estás
leyendo?"
"Es
sobre Rusia", responde la chica.
"¿Sabes
dónde queda Rusia?" Tampoco él está muy seguro.
La
joven lo mira fijamente con gran dignidad, aunque tenga los ojos
enrojecidos por el polvo. "Yo era la mejor de la clase. Mi maestra
me dijo que era la mejor."
La
joven retoma la lectura: quiere llegar al final del párrafo.
El
hindú mira los dos niñitos y toma una botella de Fanta,
pero la madre dice: "La Fanta les da más sed."
El
hindú sabe que no debería hacer algo semejante, pero se inclina
hacia un enorme recipiente plástico que se encuentra a su lado
detrás del mostrador y sirve agua en dos jarros plásticos que
entrega a los niños. Observa mientras la joven mira beber a sus
hijos con los labios temblorosos. El hombre le sirve un jarro de
agua. Le hace daño verla beber con esa sed tan dolorosa.
Luego
ella le entrega un recipiente plástico para agua, que el hombre
llena. La joven y los niños lo observan atentamente para que no
derrame ni una gota.
Ella
vuelve a inclinarse sobre el libro. Lee con lentitud, pero el párrafo
la fascina y vuelve a leerlo.
"Varenka, con el pañuelo blanco sobre su negra
cabellera, rodeada por los niños a quienes atendía con alegría y
buen humor y al mismo tiempo visiblemente entusiasmada por la
posibilidad de una propuesta de matrimonio que le formularía un
hombre a quien apreciaba, estaba muy atractiva. Koznyshev caminaba a su lado y le dirigía
constantes miradas de admiración. Al contemplarla, recordaba todas
las cosas encantadoras que había escuchado de sus labios, todas las
virtudes que le conocía y se tornaba más y más consciente de que
sus sentimientos por ella eran algo singular, algo que sólo había
sentido una vez, mucho, mucho tiempo atrás, en su primera juventud.
La dicha de estar junto a ella aumentaba a cada paso y por fin llegó
a un punto tal que, mientras colocaba en su cesta un enorme hongo
comestible con tallo delgado y bordes curvilíneos en el extremo
superior, la miró a los ojos y, al advertir el rubor de alegre
inquietud temerosa que inundaba su cara, se sintió confundido y, en
silencio, le dirigió una sonrisa por demás reveladora."
Este
fragmento de material impreso se encuentra sobre el mostrador, junto
a varios ejemplares viejos de revistas, unas cuantas hojas de
periódicos con muchachas en bikini.
Ha
llegado el momento de abandonar el refugio del negocio y desandar los
seis kilómetros para llegar a su aldea. Fuera, las
hileras de mujeres que esperan se quejan a gritos. Sin embargo, el
hindú deja correr el tiempo. Sabe cuánto esfuerzo le tomará a
esta joven volver a su casa arrastrando a dos niños. Quisiera
regalarle ese trozo de prosa que tanto la fascina, pero le resulta
increíble que ese retoño de mujer con su enorme barriga sea capaz
de comprenderlo.
¿Cómo
ha ido a parar un tercio de Anna Karenina a este
mostrador de un remoto comercio de ramos generales? Así.
Sucedió
que un funcionario jerárquico de las Naciones Unidas compró un
ejemplar de esta novela en la librería cuando inició sus viajes a
través de varios océanos y mares. En el avión, se acomodó en su
asiento de clase ejecutiva y de un tirón dividió el libro en tres
partes. Mientras tanto, miraba a los otros pasajeros con la seguridad
de encontrar expresiones de estupor, de curiosidad y también de
hilaridad. Luego, ya con el cinturón de seguridad bien sujeto, dijo
en voz alta a quien quisiera escucharlo: "Es mi costumbre para
los viajes largos. A nadie le gusta sostener un libro muy pesado." La
novela era una edición de bolsillo, pero no deja de ser un libro
extenso. El hombre estaba acostumbrado a que lo escuchasen cuando
hablaba. "Viajo todo el tiempo", confesó. "Viajar en
esta época ya es bastante esfuerzo." Tan pronto como los
pasajeros se acomodaron, abrió su parte de Anna Karenina y
se puso a leer. Cuando alguien lo miraba, por curiosidad o no, se
desahogaba. "No, en realidad es la única manera de viajar."
Conocía la novela, le gustaba y este original modo de leer
verdaderamente agregaba sabor a aquello que al fin de cuentas era un
libro famoso.
Cuando
llegaba al final de una sección del libro, llamaba a la azafata y se
la enviaba a su secretaria, quien viajaba en clase económica. Esta
situación atraía gran interés, reprobación, justificada
curiosidad cada vez que una sección de la gran novela rusa llegaba,
mutilada aunque legible, a la parte posterior del avión. En general,
esta ingeniosa forma de leer Anna Karenina produjo
una impresión y es probable que ninguno de los testigos la haya
olvidado.
Mientras
tanto, en el negocio del hindú, la joven permanece apoyada contra el
mostrador con sus hijitos prendidos de su falda. Usa tejanos, porque es
una mujer moderna, pero sobre ellos se ha puesto la gruesa falda de
lana, parte del atuendo tradicional de su pueblo: sus hijos pueden
aferrarse a ella, a sus amplios pliegues.
La
joven dirigió una mirada agradecida al hindú, sabía que el hombre
la apreciaba y se compadecía de ella, y salió en dirección a la
polvareda.
Los
niños ya no tenían fuerzas ni para llorar y las gargantas se les
habían llenado de polvo.
Era dura, claro que sí, era dura esa caminata, un pie tras otro, a
través del polvo que se depositaba en blandos montículos
traicioneros bajo sus plantas. Es duro, muy duro, pero ella
estaba acostumbrada a las penurias ¿o no? Sus pensamientos estaban
ocupados por la historia que acababa de leer. Iba pensando: "Se
parece a mí, con su pañuelo blanco y también porque cuida niños.
Yo podría ser ella, esa chica rusa. Y ese hombre, que la ama y le
propondrá matrimonio. (No había pasado de aquel párrafo.) Sí,
también encontraré a un hombre y me llevará lejos de todo esto, a
mí y a los niños, sí, me amará y me cuidará".
La
joven sigue avanzando. El recipiente de agua le pesa en los hombros.
Sigue adelante. Los niños oyen el sonido del agua que se agita
dentro del recipiente. A medio camino se detiene para acomodar
el recipiente.
Sus hijos gimotean y lo tocan. Ella piensa que no lo
puede abrir, porque se llenaría de polvo. De ninguna manera puede
abrir el recipiente antes de llegar a casa.
"Esperad", dice a sus hijos, "esperad".
Debe
darse ánimo y continuar.
Y
piensa, "mi maestra dijo que hay una biblioteca, más grande
que el supermercado, un edificio grande lleno de libros". La joven
sonríe mientras avanza y el polvo le azota la cara. "Soy inteligente",
piensa. "La maestra dijo que soy inteligente. La más inteligente de
la escuela, así lo dijo. Mis hijos serán inteligentes, igual que
yo. Los llevaré a la biblioteca, ese lugar lleno de libros, e irán
a la escuela y serán maestros. Mi maestra me dijo que yo también
podría ser maestra. Mis hijos estarán lejos de aquí, ganarán
dinero. Vivirán cerca de la gran biblioteca y llevarán una buena
vida."
Supongo
que se preguntarán cómo terminó aquel trozo de la novela rusa sobre el mostrador de la tienda hindú.
Sería
un buen argumento para un cuento. Tal vez alguien quiera contarlo.
Y
allí va esa pobre chica, sostenida por la expectativa del agua que
dará a sus hijos cuando llegue a casa y que ella misma beberá
también. Y allí va... a través de las pavorosas polvaredas que
provoca una sequía africana.
Estamos
hastiados en nuestro mundo, en nuestro mundo amenazado. Tenemos
talento para la ironía e incluso para el cinismo. Apenas utilizamos ciertas palabras e ideas, debido al desgaste que
experimentan. Pero tal vez queramos recuperar algunas palabras que
han perdido su potencialidad.
Tenemos
un yacimiento —un tesoro— de literatura que se remonta a los
egipcios, a los griegos, a los romanos. Todo está allí, esta
abundancia de literatura por descubrir una y otra vez para quien
tenga la suerte de encontrarla. Un tesoro. Supongamos que no
existiera. Qué empobrecidos, qué vacíos estaríamos.
Poseemos
una herencia de idiomas, poemas, cuentos, relatos que jamás se
agotará. Podemos disponer de ella, siempre.
Tenemos
un legado de cuentos, relatos de los antiguos narradores, algunos
cuyos nombres conocemos y otros no. Los narradores retroceden más y
más en el tiempo hasta un claro del bosque donde arde una enorme
hoguera y los antiguos chamanes bailan y cantan, porque nuestro
patrimonio de cuentos se originó en el fuego, la magia, el mundo de
los espíritus. Y es allí donde permanece, hasta el presente.
Si
consultamos a algún narrador moderno, nos dirá que siempre existe
un momento de contacto con el fuego, con aquello que nos gusta llamar
inspiración y que se remonta al pasado remoto hasta el origen de
nuestra raza, al fuego, al hielo y a los fuertes vientos que nos
dieron forma y que conformaron nuestro mundo.
El
narrador vive dentro de todos nosotros. El creador de historias
siempre va con nosotros. Supongamos que nuestro mundo padeciera una
guerra, los horrores que todos podemos imaginar con facilidad.
Supongamos que las inundaciones anegaran nuestras ciudades, que el
nivel de los mares se elevara…, el narrador sobrevivirá, porque
nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea: para bien
o para mal y para siempre. Nuestros cuentos, el narrador, nos
recrearán cuando estemos desgarrados, heridos, e incluso destruidos.
El narrador, el creador de sueños, el inventor de mitos es nuestro
fénix, nuestra mejor expresión, cuando nuestra creatividad alcanza
su punto máximo.
Esa
pobre chica que atraviesa trabajosamente la polvareda y sueña con
una educación para sus hijos, ¿acaso somos mejores que ella, nosotros,
atiborrados de comida, con nuestros armarios repletos de ropa,
sofocados por nuestras superabundancias?
Creo
que esa chica y las mujeres que seguían hablando sobre libros y
educación aunque llevaran tres días sin comer son quienes nos
podrían definir.
© 2007,
The Nobel Foundation.
Texto
traducido y reproducido en Resistencia Lectora con autorización de
la Dirección de Relaciones Públicas de la Fundación Nobel.
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