Escribe un relato que involucre agua como elemento relevante de la historia.
La primera vez que oyó ese sonido estaba en el gimnasio, por lo que creyó que no eran más que sus propias pulsaciones. Bajó de la elíptica lleno de sudor y fue a la piscina, donde nadó sin parar. Siempre le había gustado el agua y desde hacía un tiempo se había convertido prácticamente en una obsesión. Cuando acabó una serie de largos se puso a flotar y todas las preocupaciones de la semana desaparecieron. Se duchó y salió del edificio oyendo todavía aquel ruido, pero no le dio mayor importancia y cuando subió a su coche lo silenció con la música. No le gustaba ir al gimnasio en coche (él había criticado siempre a la gente que lo hacía), pero desde su accidente con la bicicleta hacía unos meses intentaba evitar el asfalto sin la protección de un automóvil. Había estado a punto de morir atropellado por un coche de camino al trabajo, lo que Amanda le había advertido siempre que ocurriría tarde o temprano. Estuvo dos días inconsciente, en los que Amanda no se separó ni un momento de su lado. Al despertar le dijeron que todo había ocurrido a causa de la muerte de una chica unas calles mas abajo. Un camión la había atropellado y había acabado sobre la parada de autobús, retrasándolo y haciendo que chocara más tarde contra él. Una serie de catastróficos eventos.
-¿Cómo estás? -su mujer le esperaba en la mesa con un plato, mientras vigilaba el horno donde se cocinaba el segundo-.
-Mejor. La piscina me ha ayudado mucho a despejarme. Aunque no dejo de oír una especie de latido todo el rato.
-Tranquilo, ya verás como no es nada. Yo también oigo a niños jugar de vez en cuando. Ahora siéntate mientras te pongo la cena.
Amanda trabajaba de profesora de catequesis en la iglesia del pueblo y se le daban muy bien los niños. Continuamente le rezaba a Dios para que les concediera a ellos uno, sin éxito alguno. Ese bebé parecía que nunca formaría parte de su familia. Cenaron tomando una copa de vino y se fueron a dormir enseguida.
Al día siguiente, Alfonso fue a trabajar en su coche y estuvo atendiendo a pacientes toda la mañana. Poco antes del mediodía apareció su ayudante con unos papeles en la mano.
-Dr. Reig, le acaban de enviar una carta los padres de la paciente del martes. Dicen que van a denunciar al hospital por negligencia médica. ¿Quiere que avise al director?
-Tranquila, ya me encargo yo de todo.
Les escribió una carta explicándoles los riesgos de la operación de su hija, a la cual ya había comentado el bajo porcentaje de éxito. Se había pasado todo el día oyendo aquel ritmo y en ese momento pareció aumentar el volumen. Esto le hizo creer que se debía al sentimiento de culpa por la muerte de la paciente, como si de un relato de Poe se tratara, así que concertó cita con su psicólogo para el lunes siguiente.
Esa tarde, en el gimnasio, únicamente fue a la piscina. Se limitó a flotar, dejando que los pensamientos fluyeran junto al agua y se disolvieran. Parecía que solo se sentía libre cuando estaba en contacto con el agua. Salió antes de allí y se dirigió al piso de Olivia. Allí pasó el resto de la tarde en su cama y se fue antes de que el reloj marcara las 8, no sin antes decir "te quiero" y que estuviera tranquila, que dentro de poco dejaría a su mujer y se iría a vivir con ella. Esa noche los latidos no le dejaron dormir hasta bien entrada la madrugada.
Unas manos frías le tocaron suavemente la espalda. Se encontraba en posición fetal y, aunque en ese momento el pulgar descansaba sobre la sabana, lo encontró húmedo como si lo hubiera utilizado de chupete. Amanda le susurró que se estaba haciendo tarde, y que tenía café en la cocina. Esa mañana, en quirófano, notó como sus sentidos le estaban jugando una mala pasada debido a la falta de sueño, de modo que dejó a su residente hacer todo el trabajo. Salió de la sala de operaciones y le dio un puñetazo a la pared, sin que esto acabará con los sonidos que oía en su cabeza.
Ese fin de semana hizo lo posible por ahuyentar a sus fantasmas: ni el cansancio ni las pastillas para dormir surgieron efecto. El domingo fue con Amanda a misa y él se quedó un rato más para rezar a solas. Le pidió a Dios que se deshiciera de su tortura, aunque sabía que Él no le ayudaría. No era ningún santo. Esa noche salió al balcón a fumar, a pesar de que hacía dos años que lo había dejado. Amanda le sorprendió y le pidió que lo apagara, recordándole que él se lo había prometido.
-Está bien. Cuando acabe este lo volveré a dejar. Ahora vete a la cama, Olivia.
-¿Perdona?
-Lo siento mucho, Amanda, ha sido solo un lapsus. Olivia era la paciente del otro día, la que murió. Ahora vuelve a la cama.
Amanda lo miró con recelo y, tras mirarle a los ojos unos segundos, le hizo caso. Cuando la acompañó consiguió dormir un poco, pero en cuanto se levantó encontró a Amanda rebuscando entre sus archivos. Los historiales formaban una alfombra en el suelo y en el medio se encontraba Amanda, con la cara roja de rabia. La cruz que normalmente se escondía entre sus pechos había decidido salir y lo miraba amenazante. Pocas veces la había visto de esta manera y menos aún con esa mirada de furia que iba dirigida a él.
-Sabía que esa chica no se llamaba Olivia -dijo mientras le lanzaba su historial clínico a la cara-. Ahora, ¿quieres decirme quién es esa?
Intentó cambiar de tema, pero ante el enfado y la insistencia de su mujer acabó confesándolo todo. Ella se puso a llorar y le gritó que se fuera de su casa.
Dejó sus cosas en el piso de Olivia, que estaba encantada, y fue a trabajar exhausto. Al llegar allí su secretaria le explicó que el chico al que había operado el viernes acababa de sufrir otro infarto. Héctor, su residente, fue a decirle que lo sentía, aunque no podía culparle por algo de lo que él era responsable.
Le explicó todo a su psicólogo, que culpó al estrés reciente como causa de los latidos. A fin de cuentas, se le acababa de morir un paciente, eso es algo que cuesta hacer que desparezca de la mente, por mucha experiencia que se tenga, le dijo. Le aconsejó que no se dejara llevar por la culpa y que intentara arreglar sus problemas con calma. También le dijo que fuera a hablar con los padres de la chica, a fin de aliviar la culpa.
Cuando llegó a casa de Olivia le hizo el amor. Al acabar ella no dejó de besarlo y de decirle que le quería.
-Por fin nos hemos quitado a esa zorra de encima.
La abofeteó y justo después le pidió perdón. Se sentía completamente avergonzado, nunca había hecho nada parecido. Acusó a todas sus preocupaciones, que le hacían estar al borde de los nervios continuamente. Ella aceptó sus disculpas, pero al acostarse notó que se había distanciado.
Al día siguiente habló con los padres de Alba, la chica que había muerto en la mesa de operaciones. Tenía solo 23 años y una extraña enfermedad coronaria que la había perseguido toda su vida y había acabado finalmente con ella. Alfonso no paró de disculparse. “Parece que es lo único que sé hacer últimamente” pensó. Pero aquellos latidos no le abandonaron en ningún momento.
Se fue antes del hospital y fue a la iglesia, donde esperaba encontrar a su mujer. El párroco le dijo que no había parecido en todo el día y que seguramente estaría dando de comer a los pobres, como solía hacer los martes. Decidió quedarse allí y se puso a rezar.
Normalmente empezaba dándole las gracias por todo, sobre todo por haberle salvado de aquel accidente hacía ya casi tres meses. Pero esa vez fue al grano y le preguntó por el motivo de su miseria, de la cual su matrimonio había sido la primera víctima. Solo le quedaba un trabajo que ya no podía hacer y un Dios que no le escuchaba. Le culpó de todo, porque siempre es mejor eso que aceptar la culpa propia.
Salió de allí furioso y se dirigió directamente a la piscina. No creía que pudiera ayudarlo esta vez, pero quería intentarlo. Tras un par de largos empezó a marearse, a ver como todo daba vueltas a su alrededor. Intentó agarrarse a la escalera, se quedó a escasos centímetros de ella. Se estaba hundiendo. Gritó todo lo que pudo, haciendo que el agua entrara sin parar en sus pulmones. La oscuridad empezaba a rodearle, pero dejó de tener miedo, se sentía en calma. Cerró los ojos.
La primera vez que oyó ese sonido estaba en el gimnasio, por lo que creyó que no eran más que sus propias pulsaciones. Bajó de la elíptica lleno de sudor y fue a la piscina, donde nadó sin parar. Siempre le había gustado el agua y desde hacía un tiempo se había convertido prácticamente en una obsesión. Cuando acabó una serie de largos se puso a flotar y todas las preocupaciones de la semana desaparecieron. Se duchó y salió del edificio oyendo todavía aquel ruido, pero no le dio mayor importancia y cuando subió a su coche lo silenció con la música. No le gustaba ir al gimnasio en coche (él había criticado siempre a la gente que lo hacía), pero desde su accidente con la bicicleta hacía unos meses intentaba evitar el asfalto sin la protección de un automóvil. Había estado a punto de morir atropellado por un coche de camino al trabajo, lo que Amanda le había advertido siempre que ocurriría tarde o temprano. Estuvo dos días inconsciente, en los que Amanda no se separó ni un momento de su lado. Al despertar le dijeron que todo había ocurrido a causa de la muerte de una chica unas calles mas abajo. Un camión la había atropellado y había acabado sobre la parada de autobús, retrasándolo y haciendo que chocara más tarde contra él. Una serie de catastróficos eventos.
-¿Cómo estás? -su mujer le esperaba en la mesa con un plato, mientras vigilaba el horno donde se cocinaba el segundo-.
-Mejor. La piscina me ha ayudado mucho a despejarme. Aunque no dejo de oír una especie de latido todo el rato.
-Tranquilo, ya verás como no es nada. Yo también oigo a niños jugar de vez en cuando. Ahora siéntate mientras te pongo la cena.
Amanda trabajaba de profesora de catequesis en la iglesia del pueblo y se le daban muy bien los niños. Continuamente le rezaba a Dios para que les concediera a ellos uno, sin éxito alguno. Ese bebé parecía que nunca formaría parte de su familia. Cenaron tomando una copa de vino y se fueron a dormir enseguida.
Al día siguiente, Alfonso fue a trabajar en su coche y estuvo atendiendo a pacientes toda la mañana. Poco antes del mediodía apareció su ayudante con unos papeles en la mano.
-Dr. Reig, le acaban de enviar una carta los padres de la paciente del martes. Dicen que van a denunciar al hospital por negligencia médica. ¿Quiere que avise al director?
-Tranquila, ya me encargo yo de todo.
Les escribió una carta explicándoles los riesgos de la operación de su hija, a la cual ya había comentado el bajo porcentaje de éxito. Se había pasado todo el día oyendo aquel ritmo y en ese momento pareció aumentar el volumen. Esto le hizo creer que se debía al sentimiento de culpa por la muerte de la paciente, como si de un relato de Poe se tratara, así que concertó cita con su psicólogo para el lunes siguiente.
Esa tarde, en el gimnasio, únicamente fue a la piscina. Se limitó a flotar, dejando que los pensamientos fluyeran junto al agua y se disolvieran. Parecía que solo se sentía libre cuando estaba en contacto con el agua. Salió antes de allí y se dirigió al piso de Olivia. Allí pasó el resto de la tarde en su cama y se fue antes de que el reloj marcara las 8, no sin antes decir "te quiero" y que estuviera tranquila, que dentro de poco dejaría a su mujer y se iría a vivir con ella. Esa noche los latidos no le dejaron dormir hasta bien entrada la madrugada.
Unas manos frías le tocaron suavemente la espalda. Se encontraba en posición fetal y, aunque en ese momento el pulgar descansaba sobre la sabana, lo encontró húmedo como si lo hubiera utilizado de chupete. Amanda le susurró que se estaba haciendo tarde, y que tenía café en la cocina. Esa mañana, en quirófano, notó como sus sentidos le estaban jugando una mala pasada debido a la falta de sueño, de modo que dejó a su residente hacer todo el trabajo. Salió de la sala de operaciones y le dio un puñetazo a la pared, sin que esto acabará con los sonidos que oía en su cabeza.
Ese fin de semana hizo lo posible por ahuyentar a sus fantasmas: ni el cansancio ni las pastillas para dormir surgieron efecto. El domingo fue con Amanda a misa y él se quedó un rato más para rezar a solas. Le pidió a Dios que se deshiciera de su tortura, aunque sabía que Él no le ayudaría. No era ningún santo. Esa noche salió al balcón a fumar, a pesar de que hacía dos años que lo había dejado. Amanda le sorprendió y le pidió que lo apagara, recordándole que él se lo había prometido.
-Está bien. Cuando acabe este lo volveré a dejar. Ahora vete a la cama, Olivia.
-¿Perdona?
-Lo siento mucho, Amanda, ha sido solo un lapsus. Olivia era la paciente del otro día, la que murió. Ahora vuelve a la cama.
Amanda lo miró con recelo y, tras mirarle a los ojos unos segundos, le hizo caso. Cuando la acompañó consiguió dormir un poco, pero en cuanto se levantó encontró a Amanda rebuscando entre sus archivos. Los historiales formaban una alfombra en el suelo y en el medio se encontraba Amanda, con la cara roja de rabia. La cruz que normalmente se escondía entre sus pechos había decidido salir y lo miraba amenazante. Pocas veces la había visto de esta manera y menos aún con esa mirada de furia que iba dirigida a él.
-Sabía que esa chica no se llamaba Olivia -dijo mientras le lanzaba su historial clínico a la cara-. Ahora, ¿quieres decirme quién es esa?
Intentó cambiar de tema, pero ante el enfado y la insistencia de su mujer acabó confesándolo todo. Ella se puso a llorar y le gritó que se fuera de su casa.
Dejó sus cosas en el piso de Olivia, que estaba encantada, y fue a trabajar exhausto. Al llegar allí su secretaria le explicó que el chico al que había operado el viernes acababa de sufrir otro infarto. Héctor, su residente, fue a decirle que lo sentía, aunque no podía culparle por algo de lo que él era responsable.
Le explicó todo a su psicólogo, que culpó al estrés reciente como causa de los latidos. A fin de cuentas, se le acababa de morir un paciente, eso es algo que cuesta hacer que desparezca de la mente, por mucha experiencia que se tenga, le dijo. Le aconsejó que no se dejara llevar por la culpa y que intentara arreglar sus problemas con calma. También le dijo que fuera a hablar con los padres de la chica, a fin de aliviar la culpa.
Cuando llegó a casa de Olivia le hizo el amor. Al acabar ella no dejó de besarlo y de decirle que le quería.
-Por fin nos hemos quitado a esa zorra de encima.
La abofeteó y justo después le pidió perdón. Se sentía completamente avergonzado, nunca había hecho nada parecido. Acusó a todas sus preocupaciones, que le hacían estar al borde de los nervios continuamente. Ella aceptó sus disculpas, pero al acostarse notó que se había distanciado.
Al día siguiente habló con los padres de Alba, la chica que había muerto en la mesa de operaciones. Tenía solo 23 años y una extraña enfermedad coronaria que la había perseguido toda su vida y había acabado finalmente con ella. Alfonso no paró de disculparse. “Parece que es lo único que sé hacer últimamente” pensó. Pero aquellos latidos no le abandonaron en ningún momento.
Se fue antes del hospital y fue a la iglesia, donde esperaba encontrar a su mujer. El párroco le dijo que no había parecido en todo el día y que seguramente estaría dando de comer a los pobres, como solía hacer los martes. Decidió quedarse allí y se puso a rezar.
Normalmente empezaba dándole las gracias por todo, sobre todo por haberle salvado de aquel accidente hacía ya casi tres meses. Pero esa vez fue al grano y le preguntó por el motivo de su miseria, de la cual su matrimonio había sido la primera víctima. Solo le quedaba un trabajo que ya no podía hacer y un Dios que no le escuchaba. Le culpó de todo, porque siempre es mejor eso que aceptar la culpa propia.
Salió de allí furioso y se dirigió directamente a la piscina. No creía que pudiera ayudarlo esta vez, pero quería intentarlo. Tras un par de largos empezó a marearse, a ver como todo daba vueltas a su alrededor. Intentó agarrarse a la escalera, se quedó a escasos centímetros de ella. Se estaba hundiendo. Gritó todo lo que pudo, haciendo que el agua entrara sin parar en sus pulmones. La oscuridad empezaba a rodearle, pero dejó de tener miedo, se sentía en calma. Cerró los ojos.
Guillermo Domínguez
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