Te observaba cada mañana, eras mi rutina. En la cocina silbaba la tetera y
yo siempre me sorprendía, atenta a tus movimientos en la calle de frente. Te
levantabas y te duchabas –lo adivinaba por la toalla en tu cabeza- y salías a
coger el periódico. Recogías el ramo de flores de la entrada, siempre mirando
alrededor, buscando un remitente que nunca se mostraba. ¿Acaso había una
sonrisa en tu rostro?
Jugueteabas con los pétalos, a veces rosas, a veces violetas, antes de coger el periódico y las cartas del buzón. Entrabas de nuevo y por un instante te perdía, hasta que aparecías de nuevo en la ventana del comedor, sustituyendo en el jarrón el ramo del día anterior. Fascinada, me quedaba prendada de tu elegancia, tu vida alegre y despreocupada, tan lejana de la mía a pesar de la corta distancia que separaba nuestras casas. Los niños me reclamaban entonces y ya no podía posponer la hora del desayuno. Oliendo a tostadas recién hechas y a té de jazmín, abandonaba unos minutos tu rutina para ahogarme en la mía e incluso sentía que una leve ansiedad me carcomía, deseando volver a mi voyerismo. Rápidamente engullía las tostadas, me bebía el té aún demasiado caliente y volvía a la ventana de la cocina. Estabas ahí. Suspiraba, sabiendo que mi ansía era infundada, parte ya de la rutina del día a día. Caminabas ahora escaleras arriba y reaparecías en la ventana abierta del dormitorio y entonces sucedía aquello que me turbaba y excitaba a un mismo tiempo. Abrías tu bata y te quitabas el pijama. Desnuda, inmune a mi mirada avergonzada pero hipnotizada por ese cuerpo joven, te vestías para ir a trabajar. Admiraba tu figura, sin la huella de la maternidad, esbelta y rosada. Desviando finalmente la vista y atendiendo a los niños, los despedía con un beso y una bolsa con el almuerzo y volvía a la ventana. Ignorante a lo importante que eras para mi rutina, tú seguías con la tuya. Agarrabas el bolso y la chaqueta y salías por la puerta, siempre sin verme.
Jugueteabas con los pétalos, a veces rosas, a veces violetas, antes de coger el periódico y las cartas del buzón. Entrabas de nuevo y por un instante te perdía, hasta que aparecías de nuevo en la ventana del comedor, sustituyendo en el jarrón el ramo del día anterior. Fascinada, me quedaba prendada de tu elegancia, tu vida alegre y despreocupada, tan lejana de la mía a pesar de la corta distancia que separaba nuestras casas. Los niños me reclamaban entonces y ya no podía posponer la hora del desayuno. Oliendo a tostadas recién hechas y a té de jazmín, abandonaba unos minutos tu rutina para ahogarme en la mía e incluso sentía que una leve ansiedad me carcomía, deseando volver a mi voyerismo. Rápidamente engullía las tostadas, me bebía el té aún demasiado caliente y volvía a la ventana de la cocina. Estabas ahí. Suspiraba, sabiendo que mi ansía era infundada, parte ya de la rutina del día a día. Caminabas ahora escaleras arriba y reaparecías en la ventana abierta del dormitorio y entonces sucedía aquello que me turbaba y excitaba a un mismo tiempo. Abrías tu bata y te quitabas el pijama. Desnuda, inmune a mi mirada avergonzada pero hipnotizada por ese cuerpo joven, te vestías para ir a trabajar. Admiraba tu figura, sin la huella de la maternidad, esbelta y rosada. Desviando finalmente la vista y atendiendo a los niños, los despedía con un beso y una bolsa con el almuerzo y volvía a la ventana. Ignorante a lo importante que eras para mi rutina, tú seguías con la tuya. Agarrabas el bolso y la chaqueta y salías por la puerta, siempre sin verme.
Marina R. Parpal
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